lunes, 25 de abril de 2011

Dos Artículos de Borges sobre Shakespeare

EL DESTINO DE SHAKESPEARE


Jorge Luis Borges


A diferencia de Dante, a diferencia de James Joyce, a diferencia de Flaubert (sé que esta progresión es descendente), Shakespeare, como Cervantes o Montaigne, nunca
se  propuso  escribir  una  obra  maestra.  Lo  movía  el  estímulo  de  las  tablas.  Inventó

caracteres para que la gente aceptara argumentos que lo tenían sin cuidado. Ahora, creemos en Hamlet y no en las deleznables intrigas de la corte de Dinamarca; de un modo análogo, creemos en Alonso Quijano y no en los melancólicos percances que su crónica  le  atribuye.  Casi  podríamos  decir  que  Shakespeare  no  se  dedicó  a  la Literatura. Trabajaba para el presente, no para el tiempo.

El movimiento romántico, cuya fecha oficial en Inglaterra y en Alemania es 1798, lo canonizó,  es  decir,  hizo  que  lo  leyéramos  como  si  el  azar  no  tuviera  parte  en  sus páginas.  Que  yo  sepa,  el  único  disidente  fue  Byron,  que  afirmó  que  un  pequeño templo  de  mármol  (la  obra  de  Alexander  Pope)  es  superior  a   una  montaña  de escombros (la obra de Shakespeare).

Conocemos a Hamlet y al Rey Lear, pero no a William Shakespeare. Sospecho que su extensa  gloria  póstuma  lo  habría  sorprendido,  pero  no  lo  habría  interesado.  Acaso para él, como para Próspero, todo está hecho de madera de sueños.

Temo  no  haber  sido  justo  con  Shakespeare.  Para  reparar  esa  culpa,  me  permito exhumar el fin de una parábola que di a la imprenta hace veinte años:

«La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres muchos y nadie

Jorge Luis Borges

Buenos Aires, trece de diciembre de 1980

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Everything and nothing

Jorge Luis Borges

Nadie hubo en él; detrás de su rostro (que aun a través de las malas de pinturas de la época no se parece a ningún otro) y de sus palabras, que eran copiosas, fantásticas y agitadas, no había más que un poco de frío, un sueño no soñado por alguien. Al principio creyó que todas las personas eran como él pero la extrañeza de un compañero con el que había empezado a comentar esa vacuidad, le reveló su error y le dejó sentir, para siempre, que un individuo no debe diferir de la especie. Alguna vez pensó que en los libros hallaría remedio para su mal y así aprendió el poco latín y menos griego de que hablaría un contemporáneo; después consideró que en el ejercicio de un rito elemental de la humanidad, bien podía estar lo que buscaba y se dejó iniciar por Anne Hathaway, durante una larga siesta de junio. A los veintitantos años fue a Londres. Instintivamente, ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro. Las tareas histriónicas le enseñaron una felicidad singular, acaso la primera que conoció; pero aclamado el último verso y retirado de la escena el último muerto, el odiado sabor de la irrealidad recaía sobre él. Dejaba de ser Ferrex o Tamerlán y volvía a ser
nadie. Acosado, dio en imaginar otros héroes y otras fábulas trágicas. Así, mientras el cuerpo cumplía su destino de cuerpo, en lupanares y tabernas de Londres, el alma que lo habitaba era César, que desoye la admonición del augur, y Julieta, que aborrece a la alondra, y Macbeth, que conversa en el páramo con las brujas que también son las parcas. Nadie fue tantos hombres como aquel hombre, que a semejanza del egipcio Proteo pudo agotar todas las apariencias del ser. A veces, dejó en algún recodo de la obra una confesión, seguro de que no la descifrarían; Ricardo afirma que en su sola persona, hace el papel de muchos, y Yago dice con curiosas palabras no soy lo que soy. La identidad fundamental de existir, soñar y representar le inspiró pasajes famosos.

Veinte años persistió en esa alucinación dirigida, pero una mañana lo sobrecogieron el hastío y el horror de ser tantos reyes que mueren por la espada tantos desdichados amantes que convergen, divergen melodiosamente agonizan. Aquel mismo día resolvió la venta de su teatro. 

Antes de una semana había regresado al pueblo natal, donde recuperó los árboles y el río de la niñez y no los vinculó a aquellos otros que había celebrado su musa, ilustres de alusión mitológica y de voces latinas. Tenía que ser alguien; fue un empresario retirado que ha hecho fortuna y a quien le interesan los préstamos, los litigios y la pequeña usura. En ese carácter dictó el árido testamento que conocemos, del que deliberadamente excluyó todo
rasgo patético o literario. Solían visitar su retiro amigos de Londres, y él retomaba para ellos el papel de poeta. 

La historia agrega que, antes o después de morir, se supo frente a Dios y le dijo: Yo, que tantos hombres he sido en vano, quiero ser uno y yo. La voz de Dios le contestó desde un torbellino: Yo tampoco soy; yo soñé el mundo como tú soñaste tu obra, mi Shakespeare, y entre las formas de mi sueño estás tú, que como yo eres mucho y nadie.

El hacedor, 1960.

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